Yo acababa de comer un helado en el malecón, y entré en su casa para lavarme las manos en el grifo del patio. Me dí con él apenas crucé el umbral de la cochera. Estaba solo; parecía haberme estado esperando.
- Las diosas no tienen infancia, Kimiko, dijo mirándome con las manos en los bolsillos.
Yo retrocedí sorprendida hasta tocar con la espalda la pared mientras me limpiaba en el pantalón los restos de helado de los dedos.
- Las diosas son caprichosas, crueles, insistió él, y comenzó a aproximarse.
Yo lo miraba en silencio con un mohín de malhumor en los labios, la cabeza inclinada hacia adelante, los ojos fijos en él por debajo de las cejas. Finalmente él se acuclilló frente a mí, poniéndose a mi altura, y dijo:
- Las diosas exigen sacrificios.
Yo no supe qué decir; estaba paralizada de pánico. Sus palabras me parecieron sin embargo llenas de sentido. No sólo eso. También alimenticias, fortalecedoras. Qué edad tenía entonces? Doce? Trece?
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